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R. Madrid - Cádiz (21/01/06)

Sólo faltó puntuar para completar un día redondo en que la afición cadista sorprendió a toda España por su comportamiento y fidelidad



PLANTEAMIENTO: PREPARTIDO


La tarde empezaba a declinar para dar paso a la gran cita, al momento más esperado por el cadismo desde hacía trece años; “doce + uno” que dirían los supersticiosos que, convencidos del mal fario que puede llegar a ocasionar, evitan mentar el guarismo en cuestión. Conforme nos acercábamos a la “hora D” nuestros corazones se aceleraban al tiempo que el nerviosismo crecía, seguros de vivir una experiencia inolvidable, de ésas cuyas vivencias perduran en la retina, fotograma a fotograma, para el resto de nuestros días y que evocaremos en alguna sobremesa departiendo con los que serán nuestros nietos.

En realidad la gran fiesta del cadismo había dado comienzo horas antes, con el desembarco masivo de aficionados del submarino amarillo en Madrid coincidiendo con los primeros albores de ese 21 de Enero de 2006. Siete mil, decían algunas fuentes; cinco mil, los más moderados. Y como ocurre en estos casos de concurrencia masiva —las manifestaciones de índole política son el mejor ejemplo, aunque ahí prime más el interés sesgado de partidarios y detractores—, nadie se ponía de acuerdo en establecer con exactitud el número de aficionados que aquella noche se iban a dejar la garganta en Chamartín animando hasta la extenuación a “su Cadi”. La marea amarilla procedía mayoritariamente de la Tacita, epicentro del maremoto que inundó de color —gualda, naturalmente—, ilusión, alegría e ingenio la capital del Reino. Hago un inciso para recalcar que en Cádiz siempre hemos dicho maremoto desde aquel fatídico 1755, por mucho que el término “tsunami” esté tan en boga últimamente. Autobuses, aviones y trenes hicieron su particular agosto en pleno invierno. Otra ola, de menor intensidad en cuanto a número se refiere pero igualmente entusiasta, arribaba desde el Norte de España, siguiendo una trayectoria opuesta que confluyó en el mismo punto. Formando parte de esta columna de regulares se encontraba el que suscribe la presente. A ellos se unieron, o para ser más exactos, los anteriores nos unimos a los componentes de la nutrida parroquia cadista residente en los madriles que nos esperaban y recibieron con los brazos abiertos hasta completar una cifra que rondaba las siete mil almas —me inclino por este número, para que nadie ponga en duda que los andaluces somos exagerados—.

Y aunque ésta es una crónica “en plural” entraré, sin profundizar en exceso, eso sí, en ciertos detalles de mi experiencia particular... aunque para ser sinceros habría mucho que contar. Un viaje en autobús toda la noche que se prolongó por espacio de ocho largas horas en las que apenas pegué ojo —si es que en un bus se puede medianamente conciliar el sueño—; mi llegada cuando cantaba el gallo a Madrid; café, chocolate —a la taza, por lo que pudieran pensar los malintencionados que conocen mi procedencia de una ciudad cuya alcaldesa se llama Porro http://hoxe.vigo.org/oconcello/alcaldia.php?lang=gal —, churros, más chocolate —también a la taza, aunque sería más propio hablar de “a la Tacita”—, napolitanas, “uno sólo con hielo, por favor”, de nuevo a la carga agotando las existencias de bollería de la Comunidad del oso y el madroño, ...; todo con tal de que el reloj fuese devorando los minutos —tic, tac, tic, tac, ...— hasta que sus manecillas alcanzasen una hora prudencial —las 8:30, por ejemplo— para presentarme en el hostal de una céntrica calle madrileña a liberarme del equipaje que me acompañaba y soportaba al hombro y, si la diosa fortuna me sonreía, oír de voz de una bella recepcionista algo parecido a “señor, su habitación está libre, así que si lo desea, puede instalarse ya en ella”, al objeto de poder asearme y descansar, aun a sabiendas de que en el mundo de la hostelería la frontera entre “el ayer y el hoy” lo marcan las 12 del mediodía.

Tanta era mi ilusión durante el trayecto de Vigo a Madrid que ni siquiera reparé en que mi compañero de asiento debía ser un tuerto. Ahora sé lo que sintió la Cenicienta cuando sonaron las fatídicas doce campanadas. Para empezar me atendió un individuo que a buen seguro acababa de romper su idilio con Morfeo poco minutos antes. Le delataba su cabello, tan desaliñado como desordenado: mechones y crestas mirando a Lisboa, Mallorca, Bilbao y Sevilla a la vez. Su color pajizo labrado en largas sesiones de agua oxigenada y unas ojeras kilométricas —¿o era sombra de ojos?— hacían suponer la presencia del sujeto en cuestión en algún local del mismo Madrid que yo pisaba ahora veinticinco años atrás, bailando poseído al ritmo “alocado” de Almodóvar y McNamara —“Gran ganga, gran ganga, ...”—. Lo peor, sin embargo, vino a renglón seguido. —“A las 12 puede pasar a recoger la llave de la habitación”—, me espetó como si de una bofetada se tratase aquel siniestro personaje. En mi fuero interno y aplicando el símil futbolístico —o taurino, si se prefiere—, se desataron dos corrientes opuestas de opinión. Mi yin se acordaba de su santa madre; mi yang de su padre. Extenuado como estaba y saciado de repostería –a Dios gracias no se produjo un holocausto nuclear, porque más de uno hubiese tenido que ayunar voluntariamente en su cautiverio- afrontaba tres largas horas y media en Madrid, errante y vagabundo. Sí; vagabundo. ¡Lo que hubiese dado por una ducha!. Así que, alentado por la proximidad física del Palacio de la Bolsa y un olor a IBEX-35 en el ambiente, me propuse que las acciones de Dulciora, Paladín y Juan Valdés subiesen como la espuma.

Con el estómago como el niño de los garbanzos de Paco Gandía y las saetas del reloj avanzando a cámara lenta, o al menos esa impresión tenía, me dispuse a visitar a familiares y amigos y venidos el día anterior desde Cádiz que se alojaban en un conocido hotel del Paseo de La Habana. En su elección tal vez pesó aquello de que “La Habana es Cádiz con más negritos...”. ¿Y cómo ir desde el Km 0 de España hasta allí? Reconozco que había cogido el Metro una sola vez en mi vida, hacía veinte años nada menos, demasiado tiempo para que su aspecto fuese el mismo de entonces y Tierno Galván, Barranco, Rodríguez Sahagún, Álvarez del Manzano y Ruiz Gallardón no hubiesen acometido alguna reforma de importancia en sus tripas para dejarlo más bonito que un San Luis. Eso por no hablar del “estirón” que con total certeza tenía que haber pegado aquel muchacho en estas dos últimas décadas y que le habría hecho crecer hasta el “Metro y medio” por lo menos. Dicho con otras palabras; me aventuraba en un mundo ignoto, y si antes me sentí y solidaricé con la Cenicienta ahora lo hacía con Paco Martínez Soria y su cesta repleta de huevos y chorizos del pueblo. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que en poco más de veinticuatro horas recibí, más que un curso acelerado, un Máster que podría titularse “Cómo salir indemne y manejarse en el Metropolitano de Madrid como Pedro por su casa”, y aprendida la enseñanza, me consta que ahora me desenvuelvo en el subterráneo mejor que un talibán en las montañas afganas.

Tras los saludos, besos y abrazos de rigor les acompañé en su desayuno. Y digo bien; “su” desayuno, porque de haber deglutido cualquier elemento, sólido o líquido, podía haberse desencadenado en mi organismo una erupción tan virulenta como la del Vesubio que, según narran los historiadores, arrasó a Pompeya y Herculano, esta última fundada por el héroe mitológico que luce en sus camisetas el Cádiz C.F. Como no podía ser de otra forma, nuestra tierra presente a través de constantes alusiones y pensamientos en el día grande del cadismo.

A la hora del Ángelus consideré oportuno retirarme a mis aposentos, al fin disponibles. Vuelta a tomar el Metro, más familiarizado y sin los recelos y temores iniciales, y llegada al hostal donde, ahora sí, atendía al personal una bella señorita. ¡Y es que no hay mal que cien años dure! Descanso reparador y ducha relajante contribuyeron a que recargase la energía que iba a necesitar para una intensa jornada.

El Metro —ya me sentía en él como pez en el agua— me llevó a los aledaños de la Plaza de Castilla donde se ubica el bar de copas “Segunda Base” -¿de Rota, quizás?-, escenario elegido para la puesta de largo de la Peña Cadista 1910. La inauguración fue inolvidable, aunque para inolvidables los canapés, aperitivos y pinchos que componían un bien cuidado y seleccionado ágape – a esas alturas del día las luces de reserva de mi estómago comenzaban a encenderse tras el atracón matinal de croissant y pastelería fina-. Mano de santa la que tienen estas chicas que prepararon con esmero y acierto las viandas con que fuimos obsequiados los asistentes. Con Manolo y Javi ejerciendo de maestros de ceremonia y padres putativos de la criatura —para evitar interpretaciones erróneas me remito a la definición que el D.R.A.E. hace del vocablo: tenido por padre, no siéndolo—, compartí unas horas con el resto de invitados en las que los presentes nos dimos un baño de cadismo hasta empapar nuestras casacas amarillas que la gran mayoría lucíamos con orgullo. Ilustres invitados pusieron la guinda a un pastel con sabor a paniza, berza, cazón en adobo y papitas aliñás. Allí estaban los actuales consejeros Michael Robinson y Pepe Mata, la bailaora Sara Baras, tan guapa como simpática, haciendo gala de su amor por estos nuestros colores —“me han dicho que el amarillo...”—, el gran Pepe Mejías, tan excelente futbolista como persona, e icono y emblema sagrado de los cadistas... aunque alguno “no viese que fuera tan bueno” por culpa de una deficiente panorámica del Carranza, otrora perfecta pero cercenada tras la construcción de la visera de Tribuna —“Los cubatas” dixit—. Para dar cobertura al bautismo de la nueva peña algún periodista de los medios de comunicación gaditanos y el redactor de As Carlos Cariño —¡país!—.

Tanto maldije a mi reloj por la mañana por su exasperada lentitud que acabó complaciéndome, seguramente amedrentado por mis amenazas de recluirlo en un contenedor de basura, de tal guisa que cuando me quise dar cuenta los minutos habían pasado volando. ¡Restaban un par de horas, únicamente ciento veinte minutos, para el momento más esperado por todos!

Llamada al móvil para reencontrarme con familia y amigos que se hospedaban en el hotel del Paseo de La Habana. Indicaciones “orientativas” de los que se quedaban en la “Segunda Base” a recoger vasos, platos, cubiertos y trozos de tortilla esparcidos por el suelo, sobre la ruta a seguir para llegar al hotel en cuestión. Siempre he creído que la percepción real de las distancias se pierde en las ciudades grandes. Y el caso que nos ocupa hace que me reafirme en lo mantenido. “Quince minutos; de aquí al hotel te plantas en un cuarto de hora”. Lo que no me explicaron es que mi destino se hallaba a quince minutos...¡pero en AVE! Sabía que no siempre el camino más corto entre dos puntos es la línea recta. Cierto. Tan cierto como que ahora me arrepiento de no haber atendido a los dictados de la Geometría, y una vez llegado a Plaza de Castilla seguir Castellana abajo sin desviarme por esas vías adyacentes por las que pretendí atajar... y naturalmente acabé perdiéndome.

Alcancé mi destino al cabo de media hora, tal era mi desconcierto y desorientación, pero idas y venidas por aquel laberinto de reviradas calles al margen puedo asegurar que cubrir la distancia entre un punto y otro en quince minutos sólo estaría al alcance del mejor Gebreselassie. Camino del Bernabeu, en el corto trecho —esta vez sí— que separa el hotel del coliseo merengue, la ilusión y el nerviosismo se apoderó de nosotros. Por el camino íbamos topando con decenas de aficionados cadistas que aparecían de cualquier arteria vial para confluir con nosotros y seguir idéntico trayecto al nuestro, conformando entre todos una riada amarilla que crecía a media que nos aproximábamos al estadio. Sin solución de continuidad se produjo nuestra llegada a la calle Padre Damián, donde se ubica el lateral por el que entran los jugadores blancos al volante de su colección de Ferraris, Porsches y BMW’s. La iluminación del recinto madridista estaba encendida, lo que nos permitió distinguir a un grupo de féminas que cuchicheaban entre sí con sonrisas cómplices en sus caras mientras se arremolinaban en torno a otras dos de su misma condición –femenina- que posaban con alguien, seguramente, célebre. —“Beckham, Casillas o Raúl”— pensamos todos ante la expectación que había despertado la presencia del misterioso personaje y la proximidad de los accesos exteriores a vestuarios. Nos equivocamos en la identidad y profesión del famoso —sí, famoso, porque a esas alturas nadie ponía en tela de juicio su indiscutible protagonismo en la prensa del corazón— pero acertamos de lleno al intuir que de algún rostro popular se trataba. En medio de ambas, gastando una sonrisa de oreja a oreja, impecable en su vestimenta y el cabello ensortijado pero bien cuidada esa media melena engominada que luce a pesar de sus años, envidia de algunos, entre los que me incluyo, aparecía ante nosotros la inconfundible figura del... ¡Pipi Estrada!, otrora pinchadiscos de la disoluta noche madrileña —“Diyei”, en versión más ajustada a los tiempos que corren—, posteriormente comentarista deportivo criado al amparo de los pechos de José María García —he dicho bien: José María y no María José—, y desde que saltara a la luz pública su romance con Terelu un asiduo del papel couché y los programas del colorín. Todo un play-boy typical spanish como en su día lo fueron los Alfredo Landa, Pajares y Esteso, y que actualmente rivaliza con “El Tigre de Ambiciones” en popularidad entre el mal llamado sexo débil, ejemplos vivos todos ellos de esa España profunda de charanga y pandereta que, mal que nos pese, estará presente formando parte de nuestra idiosincrasia hasta el día del Juicio Final.

Tras la preceptiva parada continuamos recorriendo el lateral este del Santiago Bernabeu hasta alcanzar la esquina de la calle Padre Damián con Rafael Salgado, que aquel 21 de Enero podía perfectamente rebautizarse con el nombre de calle de la Palma; pero calle de la Palma un día de erizada, por mor de la ingente cantidad de gaditanos que copaban al pleno hasta monopolizar, saturar y hacer suyo en propiedad aquel pequeño rinconcito de la capital del Reino —del Imperio, que dirían Los Nikis—. Aunque en realidad quien esto suscribe llegó a pensar por momentos que aquello ni era Madrid ni la gaditana calle de la Palma, sino Chinatown, porque se me hace difícil imaginar mayor concentración amarilla en tan poco espacio. Ni en los días que Mao salía al balcón del Palacio de la Plaza de Tiananmen a saludar a la concurrencia allí agolpada, que debía ser como cuando Franco asomaba a la Plaza de Oriente... pero a lo bestia; que para eso éramos treinta y cinco millones mal contados y ellos más de mil.

La obligatoria espera a los “últimos de Filipinas”, aquéllos que todavía permanecían en la “Segunda Base” acondicionando el garito tras la celebración vivida - y digo “obligatoria” porque uno de los rezagados tenía en su poder las entradas de varios de nosotros- nos sirvió para ir calentando motores y participar en la gran fiesta cadista desde una hora antes de que el balón echase a rodar. Por la torre del Fondo Sur de Chamartín, ubicada en la confluencia de las dos vías antes mencionadas y que a mí me recuerda al aparcamiento de unos conocidos grandes almacenes o a aquellos garajes-talleres de automóviles de juguete que no faltaban en ninguno de nuestros hogares cada 6 de Enero, comenzaron a desfilar los aficionados cadistas, rampa arriba, en cuanto las puertas de acceso se abrieron. Una pancarta kilométrica con la imagen del Papa Benedicto, el guardián de la Iglesia —por algo es un pastor alemán—, ataviado con bufanda del Cádiz a modo de estola arrancó las risas de los que intentábamos ganar metro a metro la entrada al imponente estadio. La espera se hizo más llevadera al verse salpicada de cánticos, proclamas y gritos con inconfundible acento gaditano tales como “Esto es Cádiz...”, “Que bote el Carranza”, “Ese Cadi, oeeé” o “Esto es Carnaval” que hicieron disipar todas mis dudas. Ni Sanghai ni Madrid; ni oso, madroño o Gran Muralla; ni el Bernabeu o el Olímpico de Pekín. Aquello era Cádiz y, evidentemente, había que mamar.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos por fin conseguimos entre muchos empujones y más apreturas dejar atrás la puerta de entrada; el mejor entrenamiento posible en vísperas de Carnaval para sobrevivir a un día de coros en la Plaza. Pero aún no había acabado nuestra odisea, porque una vez dentro tuvimos que soportar el cacheo y examen minucioso de bolsas y mochilas por parte del personal de seguridad contratado por el Real Madrid a los miles de cadistas, uno por uno, —así se explica el monumental colapso circulatorio formado, más propio de la M-30 que de unos accesos a un recinto deportivo— que a modo de lento goteo lográbamos traspasar el umbral entre la vía pública y el estadio. ¿Serán tan estrictos con los Ultras Sur? A más de uno se le oyó decir —“a mí, mientras no me hagan lo que a Zülle en el Tour del 98...”—, que para los no iniciados en materia ciclista fue algo similar a la experiencia vivida en Houston por los hermanos Serrano, Diego y Santiago.

Por fortuna no todos accedimos a las gradas por el mismo camino, descongestionándose en parte el tremendo atasco. Hubo quien optó por la rampa de caracol, véase Monseñor Ratzinger y los que portaban su imagen en la versión gadita de la sábana santa; otros subieron al último anfiteatro por las modernas escaleras mecánicas, seguramente y por aquello de ser sábado echando en falta la visita al hipermercado con la parienta. No fue mi caso, que estuve en un tris de ejercer de Hitchcock pero a lo grande, pues si el afamado cineasta rodó “39 escalones” a mí me faltó poco para rodar no 39 sino 390 escalones abajo ante los empujones y prisas de la muchedumbre, deseosa de encontrar varias localidades correlativas libres al objeto de compartir el gran momento con sus allegados. Una vez más se puso de manifiesto que la teoría difiere sensiblemente de la práctica, y de nada sirvió que las entradas fuesen numeradas, habida cuenta de que cada uno se sentó donde consideró oportuno, costumbre muy española ésta. ¡País! Eso sí; los ascensores ni tocarlos; imagino que reservados a los servicios sanitarios, cuerpos de seguridad y bomberos. Mejor así, porque los botes de la gran mayoría habrían mandado con total certeza el elevador al lugar donde Almanzor perdió el tambor... por no decir otra cosa.

Y allí, tras el vomitorio —con total certeza el término “vomitorio” se ajustaba a la realidad personal de alguno que presentaba un cuadro clínico de “sospechosa” euforia y ojos enrojecidos—, se alzaba ante nosotros, majestuoso, ese escenario sin par llamado Santiago Bernabeu. Mi anterior y única visita al santuario merengue databa de Noviembre del 98, por lo que se supone debería estar curado de espanto y permanecer inmutable ante la grandiosidad de esa inmensa mole de cemento, hierro y plástico en forma de asientos que parece no tener fin y tocar el cielo cual moderna Torre de Babel. Pero a diferencia de entonces, que ocupé una localidad situada catorce o quince filas por encima de los banquillos, mi ubicación actual no me permitía ser ajeno a la monumentalidad de la obra y mis ojos, al igual que los de aquéllos que visitaban por vez primera el gigante, parecían platos. Es... cómo explicarlo. Dado que no hay palabras que puedan expresar esta sensación añadiré que el fondo opuesto a donde nos emplazábamos “está ahí”, permítaseme la expresión, como un inmenso telón al alcance de nuestros dedos con tan sólo extender el brazo, ilusión óptica que se debe y explica por los inmensos torreones llamados gradas que flanquean un bien cuidado césped. Y todo ello supone una auténtica gozada para el aficionado, que desde la esquina más recóndita del coliseo puede ver y disfrutar del fútbol —distinguir a los jugadores es tarea más complicada— a la perfección. Nada que ver con nuestro querido Fondo Norte, desde el cual no se sabe si la pelota va o viene en uno u otro sentido. Aconsejo a quienes visiten Chamartín que acudan al último anfiteatro que se levanta tras los fondos. Sólo así podrán tener una visión exacta y en su justa medida de la grandiosidad del Bernabeu.


NUDO: EL PARTIDO


Sin apenas darnos cuenta el reloj marcaba las 10 menos 5 minutos y en medio de una ovación atronadora los equipos saltaron al verde tapete acompañados por Lizondo Cortés, el trencilla encargado de impartir justicia. Armando, Varela, De Quintana, Berizzo, Raúl López, Bezares, Benjamín, Estoyanoff, Sesma, Mirosavljevic y Medina fueron los once elegidos para la gloria, para el asalto a un fortín que había dejado de ser inexpugnable justo antes del parón invernal —Osasuna y Racing, los dos últimos visitantes antes de las vacaciones de Navidad, habían sacado cuatro puntos— pero que había recuperado la condición que le ha acompañado a lo largo de su dilatada historia siete días antes en un encuentro frente al Sevilla donde Guti, Zidane y compañía se exhibieron y aplastaron a la emergente escuadra de Caparrós. La moral por las nubes, pues, en la hinchada merengue. ¿Sería el Cádiz un convidado de piedra y testigo mudo de la enésima recuperación madridista? En cualquier caso nada ni nadie nos iba a robar la ilusión. Pero, sobre todo, los miles de gaditanos presentes éramos conscientes de que el auténtico premio consistía en la presencia del Cádiz C.F. en dicho escenario tras años penando por divisiones que no se ajustan a la categoría de nuestro equipo y una desaparición que estuvo a punto de consumarse, como penitencia a los pecados cometidos por quienes asumieron la dirección del club tras su conversión en Sociedad Anónima y que todo el entorno cadista hemos purgado con creces. Premio y al mismo tiempo homenaje a esa resurrección milagrosa que nos ha situado de nuevo en la élite en un plazo récord, en el sitio que se merece la ciudad, el club y especialmente esta increíble afición, y a sus momentos de gloria que se resumen y condensan en los noventa minutos de la mágica tarde de Chapín. Supongo, y creo no estar muy descaminado, que será una sensación parecida a la de concursar en un programa televisivo que recompensa al ganador con una cena con Pamela Anderson, pongo por caso. El simple hecho de compartir mesa y mantel y departir velada con la californiana sería un logro por el que a buen seguro cruzaríamos los dedos, guardaríamos en los bolsillos patas de conejo, tréboles de cuatro hojas y demás amuletos con tal de resultar afortunados. Caerle en gracia a la ex-vigilanta de la playa y compartir, además de mantel, sábanas tiene que ser la releche elevada a la enésima potencia cuando “ene” tiende a infinito. Por todo ello y más que nunca, sin que por ello se nos tache de conformistas, “el resultado nos daba igual”... aunque a más de uno se nos hacía la boca agua al imaginar una noche de blanco satén con Pamela. Perdón; he querido decir al pensar en una victoria de las huestes de Espárrago.

Y por fin el colegiado hizo sonar su silbato dando la orden de inicio del encuentro. La ilusión de la hinchada cadista se desbordó en forma de estallido, semejante al estruendo generado por el rugido de un oso herido, cuando el balón echó a rodar. La emoción dio paso a la perplejidad y el asombro. ¡Y es que la salida en tromba del Cádiz estaba arrinconando al Madrid en su propio terreno! Los tres saques de esquina casi consecutivos en esos primeros compases daban fe de ello. ¡El mundo al revés! Parafraseando a Valdano estábamos en “el día en que los pajaritos dispararon a las escopetas”. Los cadistas no dábamos crédito por mucho que nos frotábamos los ojos. Los aficionados locales imagino que menos aún.

Tras la tempestad llegó la calma. El Madrid comenzó a sacudirse el dominio cadista —sí, han leído bien: d-o-m-i-n-i-o— y el signo del encuentro se equilibró. Entramos en una fase de alternativas constantes, donde la posesión del esférico se la repartían a partes iguales locales y visitantes. Las ocasiones de gol escaseaban y una extraña, por inesperada, sensación de control del encuentro definía el estado de ánimo de la animosa e incansable parroquia gaditana.

Poco a poco los dictados de la lógica hicieron acto de presencia y el Madrid, a la par que iba estirándose, se hizo dueño del balón pero sin llegar a abrir una vía de agua imposible de reparar o causar daños de consideración en el sólido entramado defensivo amarillo ni sembrar de zozobra e inquietud el ánimo de los que allí nos encontrábamos arropando a nuestro equipo. Un cabezazo de Sergio Ramos que obligó al lucimiento personal de Armando, una oportunidad a renglón seguido de Robinho y un par de tímidas aproximaciones de éste y su compatriota Baptista fueron los momentos más comprometidos para los de Espárrago y que dispararon la taquicardia en el tercer anfiteatro del Fondo Norte. Escaso bagaje, no obstante, para quien se jacta de tener a varios de los mejores futbolistas del planeta en sus filas.

Pese a todo, el Cádiz seguía sin perderle la cara al choque. Sus aproximaciones al área rival partían, como mandan los cánones futbolísticos y manuales balompédicos, desde su propia parcela defensiva, dando salida al esférico de manera aseada para que sus centrocampistas —mención especial para un inspirado Benjamín—, una vez recibido en condiciones, lo jugasen con criterio. En definitiva; los argumentos futbolísticos del Cádiz se basaban en el buen trato a la pelota que en ocasiones alcanzaba la consideración de exquisito al verse acompañado de vistosas paredes, taconazos y caños que los seguidores gaditanos agradecíamos tanto como jaleábamos entusiasmados. Un disparo lejano de Benjamín tras una de estas obras de auténtica orfebrería cuya autoría hubiese firmado el mejor Zidane avisó de las intenciones del submarino amarillo, que visto lo visto iban mucho más allá de un arranque explosivo para intimidar al adversario que generalmente termina por perder fuelle y dispersarse cual botella de Casera sin tapón, comportamiento las más de las veces habitual —yo hablaría más de instinto de supervivencia— de los modestos que visitan un campo grande y con el que tratan de evitar ser aplastados desde el minuto 1, ilusos ellos.

El entretiempo estaba próximo y el Cádiz, gustando y gustándose, controlaba y manejaba el envite con solvencia al tiempo que no mostraba una sola fisura en la tela de araña diseñada por su entrenador. Al filo del descanso un murmullo generalizado se extendió entre los siete mil cadistas que mayoritariamente nos ubicábamos en el Fondo Norte del Bernabeu. La sangre se nos heló a todos cuando una incursión de Robinho en el área cadista acabó con el habilidoso punta brasileño por los suelos tras entrada de Benjamín, protagonista en todos los lances destacados, los buenos y los menos buenos, que sí pareció zancadillear al atacante blanco. Minutos antes Zidane había logrado perforar la meta de Armando... justo unas décimas después de que el colegiado hubiese hecho sonar su silbato invalidando la jugada, por lo que no cabe hablar de “gol anulado”. Una segunda acción de carácter dudoso, tan próxima en el tiempo a la anterior, ante todo un Real Madrid y en su estadio supone en el 99% de los casos echarse a temblar ante la certeza de un penalty seguro. Pero el juez de la contienda se inhibió y pecó de ceguera transitoria o estimó que Robinho había simulado su tropiezo, ordenando que el juego continuase. Un “ufffff” de alivio gigantesco nos devolvió el aliento mientras el estadio —el resto del estadio, claro— rugía en claro desacuerdo con la decisión adoptada por Lizondo. Sea como fuere nuestro sueño, nuestras ilusiones, seguían intactas, sin desvanecerse. Y es que recibir un gol a falta de un minuto para el intermedio hubiese sido, más que un mazazo tremendo, el principio del fin. Y del susto estuvimos a punto de pasar al éxtasis porque en la última jugada de estos primeros cuarenta y cinco minutos, nuevamente Benjamín, quién si no, disparaba la adrenalina y pulsaciones de los corazones cadistas con un nuevo chut que exigió de Casillas una muestra de su bien labrada fama de arquero de primer nivel mundial. El “15” cadista se había empecinado en ser la “niña bonita” del partido.

Coincidiendo con el pitido que ponía fin a la primera parte salimos como alma que lleva el diablo en busca de los excusados al objeto de aligerar líquido elemento del organismo, para lo cual tuvimos que aguardar una cola semejante a la que se forma en cualquier hipermercado un 23 ó 24 de Diciembre a media tarde. Hago un nuevo inciso para reivindicar el término “váter” —también me sirve “retrete”— y tildar de cursi y, sobre todo, impropia la palabra “excusado”. ¿O es que acaso debemos pedir excusas por dar salida a aquello que nos puede hacer explotar literalmente? Mientras llegaba mi turno, empezó a dispararse mi maquiavélica imaginación. Evocando a Pablo Carbonell pensé —“¿Pasarán todos esos litros de agüita amarilla por debajo del palco donde se sienta Florentino? ¿Y por debajo de su familia? Cuando desagüe en el Manzanares y al día siguiente el sol caliente mi agüita amarilla, la ponga a 100 grados, la mande para arriba, y vuelva a llover, ¿mojará la privilegiada cabeza del “ser superior”?, ¿y la de su familia? Y las lechuguitas de los canapés que sirvan en el palco del Bernabeu en el siguiente encuentro liguero... ¿habrán sido regadas por mi agüita amarilla?” —. —“¡¡¡Síiii!!!—, pensé mientras esbozaba una sonrisa maliciosa.

De vuelta a mi localidad y antes de que se reanudase la contienda aún tuvimos tiempo para intercambiar nuestras impresiones sobre el espectáculo que habíamos presenciado, una excelente primera mitad de nuestro Cádiz C.F., y expresar el convencimiento, aunque con cautela y las debidas reservas, de que se podía arrancar al menos un punto. También comentamos cómo era posible que en plena noche del crudo invierno madrileño muchos de los presentes, entre ellos servidor, pudiera ir de manga corta como el que acude a la barbacoa del Carranza. ¿Calor humano? Pues sí... pero especialmente —y mirando al techado despejamos la incógnita— decenas de paneles de calefacción al máximo posible apostados sobre la visera de la grada donde nos situábamos que incluso provocó más de un dolor de cabeza y un motivo más de crítica a Florentino.

Cuarenta y cinco minutos nos separaban de la gloria y entrar en la historia como hicimos aquel 19 de Febrero de 1978, cuando en el debut del Cádiz en la élite arrancamos un inesperado y sorprendente empate en el Camp Nou con un inolvidable tanto del paraguayo Ortigosa, de tal guisa que nos volvimos a acomodar en nuestros asientos dispuestos a paladearlos. La ocasión lo merecía.

El inicio del segundo acto no fue tan fulgurante como el del primero. Más bien al contrario, el Cádiz intentó dormir el partido, táctica y actitud no tan vistosa y agradecida pero posiblemente más inteligente. El Madrid no conseguía hacerse con las riendas y el Cádiz, a pesar de su mayor mesura, no desaprovechaba la ocasión para sembrar la inquietud entre la parroquia de casa. Así llegó una tímida chilena del Cacique Medina que atajó sin problemas Casillas... y así llegó el momento mágico de la noche, si es que toda la noche y por extensión el día entero no había sido sino la suma de muchos momentos mágicos. Corría el minuto ocho de la reanudación cuando una galopada por banda derecha de Estoyanoff concluyó con un envío del uruguayo al área madridista donde esperaba al acecho Medina, presto y dispuesto, con el arco tensado para disparar una de sus mortíferas flechas. El Cacique remataba en posición acrobática y sólo la espalda de Cicinho evitaba el gol con Casillas ya vencido. Por suerte, Nenad, incorporado a la jugada desde la segunda línea, peleó con denuedo el balón ante Mejía. El esférico, tras rebotar en el pie del defensor madridista llegó “blandito” y franco a Medina, que sólo tuvo que empujarlo a la red sin oposición alguna. ¡¡¡¡¡Goooooooooooool!!!!! La locura se apoderó de nosotros que, con el corazón latiendo a ritmo de vértigo, saltábamos y nos abrazábamos con el vecino de la localidad contigua a la nuestra, sin reparar en que fuese conocido o apestase a tigre. Y es que en momentos como ése todos los que defendemos la misma causa somos conocidos, allegados e incluso hermanos... aunque al término del partido no volvamos a encontrarnos jamás. ¡Qué grande es el fútbol! La vida nos regala, día a día, minuto a minuto, contradicciones y paradojas únicas. Un ejemplo más de ello fueron los segundos que siguieron a la apoteosis del gol cadista. Segundos de preocupación ante un inminente peligro que se cernía sobre nosotros procedente de tres frentes. Uno interior, entendiendo así la respuesta de nuestro organismo ante tamaña celebración, con el corazón que parecía salirse de nuestros pechos y que en el caso de una muchacha que se sentaba dos filas por debajo se antojaba labor de titanes, tal era la voluptuosidad de su dueña. Instantes de pausa y alegría contenida para tomar aire, respirar profundo y exclamar con voz tenue —“me va a dar algo”—. Pero el riesgo para nuestra integridad física provenía también de factores exógenos, no generados por una reacción del propio cuerpo, y la incertidumbre de saber si saldríamos despedidos hacia delante —avalancha— o si por el contrario besaríamos el césped a través de la caída libre que descubriera Newton —entiéndase desplome de las gradas causada por los botes y brincos de siete mil almas— revoloteaba nuestras cabezas. En una ocasión un amigo me comentó que la clave para la desaparición del planeta Tierra la tenían los chinos. Ni holocausto nuclear ni guerras químicas ni demás monsergas. Si todos y cada uno de los millones de chinos se pusieran de acuerdo en saltar simultáneamente sería el acabose. Ríete tú del hundimiento del Titanic o la caída de Wall Street. Y algo así llegué a pensar cuando siete mil “amarillos” —un paralelismo más que añadir a mis negros presagios— comenzaron a gritar —“¡que bote el Carranza; que bote el Carranza!”—. Afortunadamente el Bernabeu demostró ser un estadio cinco estrellas, que ha pasado con nota las pruebas de la comisión en materia de seguridad de la FIFA, aunque reconozco que aún es el día que me pregunto si semejante calificación se debe a la categoría del hotelito que quieren levantar en una de sus esquinas o a la ingesta masiva de Mahou de cuantos nos dábamos cita detrás de una de las porterías. Con la incertidumbre de saber en qué dirección saldríamos despedidos, el ánimo más calmado pero sin dejar de animar y jalear a nuestros héroes, vivimos trece minutos para el recuerdo que quedarán grabados a fuego en la memoria colectiva del cadismo. La imagen más repetida nos mostraba a decenas de gaditanos, cámara o móvil en mano, intentando inmortalizar la imagen de un marcador electrónico que lucía sobre el fondo opuesto al nuestro con un “Real Madrid 0-1 Cádiz” y contar así con una prueba irrefutable para los incrédulos que estén por llegar en próximas generaciones. Mientras tanto, el Madrid, herido en su orgullo, se encorajinó, intensificó su ofensiva y apeló al “efecto Cassano”, de consecuencias demoledoras en los rivales tanto como el “efecto Axe” entre la población femenina, con el ingreso al campo del transalpino, una especie de rey Midas para los merengues, en detrimento de un deslucido Gravesen. Pero las acometidas madridistas morían en las inmediaciones del área de un Armando que no se vio obligado a mostrar sus dotes de excelente arquero y vivió sin sobresaltos los siguientes trece minutos, muestra inequívoca de la impotencia blanca y el control que ejercía el Cádiz sobre el partido. ¡Habíamos caído en gracia a Pamela Anderson! Restaba tan sólo dar el golpe de gracia para rematar la faena. Las ostras y el champán habían surtido efecto y una última botella de espumoso la harían caer a nuestros pies en lo que prometía ser una larga noche de lujuria y pasión desenfrenada. Fue entonces, en medio de esta vorágine de alegría e ilusión, felicidad y esperanza, cuando el Cádiz “encargó al maitre la botella de champán que culminaría nuestras fantasías”, que en términos futbolísticos se traduce como “querer asestar el mazazo definitivo”, y complacer así a su hinchada masculina, deseosa de intimar con Pam. Una avanzadilla por el flanco diestro de su ataque terminó por habilitar y dejar solo, mano a mano con Casillas, a De Quintana, que sorpresivamente había abandonado la cueva. Con todos los pronunciamientos para que se volviera a desatar el paroxismo, el éxtasis que suponíamos íbamos a repetir a la finalización del choque con quien Vdes. ya saben, seguros de nuestra victoria, el disparo del zaguero amarillo besó la red... pero por un lateral exterior. —“El que perdona, lo paga”— espetó alguien que se sentaba a mi vera. Cierto y real como la vida misma y no las fantasías eróticas que rondaban nuestras calenturientas mentes desde hacía un buen rato e imaginábamos cada vez más cerca.

Reza el dicho que “poco dura la alegría en casa del pobre”. Setecientos ochenta segundos exactamente. Trece minutos. El fatídico “trece”,un mal número si no crece... y no creció en esta ocasión, muy a nuestro pesar. En uno de los muchos ataques desordenados madridistas el colegiado señaló una falta a la que, siendo condescendientes, calificaríamos de dudosa. La misma voz que poco antes nos había hecho recordar una de las máximas futbolísticas volvió a sentenciar —“Me huele mal. Falta peligrosa justo tras haberles perdonado la vida”—. Se forma la barrera de siete hombres. Todo indica que será Roberto Carlos quien se disponga a su ejecución. —“Si la muralla de defensores amarillos se ordena correctamente y Armando vigila con celo su palo no debería haber problemas, sabido es que el brasileño las tira a romper. Además, hace un siglo que el lateral madridista no perfora las redes contrarias en lanzamiento de golpe franco”— pensábamos en un ejercicio de autoconvencimiento que ayudase a alejar los miedos y fantasmas que de repente nos encogían el pecho. Beckham toca en corto, Zidane pisa la bola amortiguándola y... ¡zas!, obús de Roberto Carlos al tiempo que se abre la barrera al adelantarse De Quintana en su intento de obstaculizar el disparo del brasileño. La implacable “ley de Murphy”, bandera y emblema de la fatalidad, se mostró, una vez más, implacable. El cuero penetra por el único resquicio posible en casi cuatro metros de trinchera humana y acaba alojándose en el fondo del marco defendido por Armando, completamente vendido y mero espectador del empate local. Nuestro gozo en un pozo.

Pese a todo, los más optimistas apelaban a las Matemáticas o a aquellos capítulos de “Barrio Sésamo” que marcaron la infancia de los que rebasamos la barrera de los treinta y en los que se nos explicaba el significado del término “igual” y “distinto”. Al fin y al cabo muchos, si no todos, hubiésemos firmado en el intermedio la igualada que ahora campeaba en el luminoso. Lo peor, sin embargo, era la sensación de que el Cádiz había quedado tocado, groggy, como un boxeador que recibe un golpe certero de efectos retardados que sin llevarlo a la lona inmediatamente acaba por desplomarse acusando sus demoledoras secuelas. Quizá con lo que no contábamos es que la temida cuenta atrás llegaría demasiado pronto. Tres minutos después del mazazo nueva falta, esta vez inexistente a todas luces, favorable al Madrid por una ¿infracción? de Bezares sobre Zidane que sólo la imaginación —que no la vista— de Lizondo percibió. La similitud con la falta que originó el empate a uno era tal que hasta el lugar desde donde debía realizarse el lanzamiento era prácticamente el mismo. Los que ven la botella medio vacía —aunque yo a la señora de Aznar siempre la he visto rellenita y con sus carnes bien puestas— se encomendaron a todos los santos. Por el contrario, quienes siempre la ven medio llena pensarían que, según el cálculo de probabilidades —otra vez las dichosas Matemáticas a escena—, las opciones de que el desenlace fuese idéntico se reducían a la mínima expresión. ¡Incautos! Olvidaban que a pesar de que todos los que se enfundan la casaca amarilla, escudo de Hércules al pecho, tienen nuestra consideración de superhéroes no son más que seres humanos. Y, no olvidemos, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Otra vez es Beckham el que suavemente desplaza la pelota a la posición de Roberto Carlos que, lejos de patear, la frena para el posterior disparo en parábola del inglés que salva la barrera y acaba por colarse por toda la escuadra. Un auténtico golazo, las cosas como son, que pone en franquicia el Madrid al cabo de setenta angustiosos minutos para los de Concha Espina y rompe en mil pedazos el sueño de un pueblo, porque el Cádiz C.F. al igual que otros también es más que un club. Es una ciudad, una provincia, ..., un modo distinto de vivir y disfrutar con el fútbol y la vida. Tocaba machada, hacer el más difícil todavía y restablecer el equilibrio en el marcador con sólo veinte minutos por delante, para lo cual Espárrago dio entrada a dos futbolistas de refresco, Enrique y Lucas Lobos, en sustitución de los fatigados Estoyanoff y Nenad. El Cádiz se volcó, más con el corazón que con la cabeza, hacia el área de Casillas en busca del ansiado gol que nunca llegó. La ordenada defensa madridista y el cansancio de los nuestros impidieron que las aproximaciones del Cádiz a los dominios de Iker entrañasen un peligro real. Punto y aparte para las repetidas pérdidas de tiempo en que incurrió el cuadro local durante este intervalo con el único propósito de que transcurriese el tiempo, un motivo más de sonrojo para el aficionado merengue que de orgullo para el henchido sentimiento cadista.

Así las cosas corría el minuto 37 de la segunda parte cuando un patadón de Varela es cortado en la divisoria por Roberto Carlos. El balón, sin llegar a caer, vuelve al alicantino, que lo despeja con la cabeza hasta media cancha anticipándose a un atacante madridista, y allí aparece Guti, que pone fin a esta jugada de ping pong habilitando de primeras a Robinho, libre de marca, con Varela aún en el suelo tras su rechace. El “10” del Madrid realiza un precioso control orientado con la espuela que firmaría el mismo Mágico, avanza unos metros, observa adelantado a Armando y desde fuera del área lanza un globo que hace inútiles los esfuerzos del guardameta cadista, que no obstante llegó a tocar el esférico antes de que se alojase en el fondo de las mallas. Era la puntilla definitiva a un encuentro en el que el Cádiz se había hecho acreedor, cuando menos, a un punto. No sé qué mal le ha hecho el cuadro representativo de la Tacita a Robinho, pero lo cierto es que la estrella del brasileño, que deslumbrara en el arranque liguero y había ido languideciendo a medida que avanzaba la temporada, volvía a brillar en su máximo esplendor, de nuevo con el Cádiz como enemigo.

De aquí al final, en los llamados “minutos de la basura, la hinchada cadista cobró el protagonismo que el equipo había acaparado a lo largo de hora y media larga, dejándose notar con gritos de ánimo que silenciaron los cánticos locales, que ahora sí, y con el susto en el cuerpo todavía, jaleaban a los suyos. —“Este partido lo vamos a ganar”—, reivindicación que se escuchaba en el Fondo Norte a modo de proclama con el sello de la inigualable guasa y gracejo gaditanos. De nuevo sonaron consignas escuchadas con anterioridad como —“que bote el Carranza”— y —“esto es Cádiz y aquí hay que mamar”—, que en el fondo llevaban implícito un mensaje de que ése era NUESTRO PARTIDO, NUESTRO DÍA, en mayúsculas, y nadie ni nada, ni siquiera un resultado adverso, iba a deslucirlo.

No hubo tiempo para más. A la par que Lizondo daba por concluida la contienda, los siete mil amarillos que poblábamos el Fondo Norte del Bernabeu estallamos en un solo grito, —“ Cádiz, Cádiz, Cádiz, ...”—, que explica y resume en cinco letras la perfecta comunión entre un equipo y sus seguidores. “You’ll never walk alone, Cádiz”. Los jugadores amarillos acudieron detrás de la portería donde nos emplazábamos para agradecer el apoyo prestado, ante lo cual, los vítores alcanzaron la consideración de rugido incontenible que hizo temblar los cimientos del remodelado Chamartín. Los aficionados locales abandonaban poco a poco sus localidades dejando el resto de las gradas completamente desiertas. Por cuestiones de seguridad nuestro desalojo debía producirse con el estadio ya vacío. Seguramente las fuerzas de orden público así lo habían dispuesto. Lo que no imaginaban es que siguiéramos sus consignas tan al pie de la letra que casi acaban interviniendo para sacar de allí por la fuerza a esa “mancha de jartibles” que se negaba a abandonar el recinto en un alargue de la fiesta vivida. Como cuando en nuestros tiempos mozos nos tenían que echar de la discoteca encendiendo todas las luces de la sala... pero al revés, porque ya nos temíamos que de un momento a otro a Florentino se le agotase la paciencia, diese orden de apagar la iluminación y nuestra salida del coliseo merengue fuese al más “puro estilo Hitchcock” al que antes me referí. —“Si el Cádiz no sale, de aquí no me muevo”— coreábamos siete mil voces. Y al cabo de varios minutos, los futbolistas, desconozco si aleccionados por alguien o motu proprio, volvieron a ganar el terreno de juego y, dirigiéndose a nosotros, repartieron saludos expresando nuevamente su gratitud.

Ahora sí; punto y final al espectáculo no sin antes inmortalizar nuestra presencia en tan insigne escenario con alguna foto de ésas que guardamos en el álbum junto a las de boda, bautizo del niño, etc., y mostramos, sí o sí, a todo el que ocasionalmente visita nuestro hogar. Aunque alguno habrá preferido enmarcarla y colocarla sobre algún mueble, mesa camilla o, en el caso de los más osados, encima del televisor, reemplazando así a la vieja muñeca de Marín, bronca incluida de su madre, que no encuentra una nueva ubicación para la gitana que le ha acompañado desde que estaba soltera y a la que considera parte irreemplazable del núcleo familiar. Nos íbamos con la cabeza bien alta... aunque la retirada de Pamela Anderson a sus aposentos tras la cena bien pudiera indicar lo contrario. Ya saben a qué me refiero.
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La salida no tuvo el carácter épico de la entrada y se realizó, afortunadamente, con mucha mayor fluidez. Mientras la marea amarilla se iba dispersando al pisar “tierra firme” en dirección a cualquiera de los miles de bares de copas de Madrid o a sus respectivos hoteles —los menos—, nos quedamos esperando en unos aledaños del Bernabeu desangelados, antítesis de lo que habían sido dos horas y media antes, para fijar nuestro próximo punto de encuentro, que finalmente decidimos sería la “Segunda Base”. Tras recibir por segunda vez las pertinentes indicaciones del emplazamiento exacto del lugar y el itinerario más rápido a seguir, quien esto suscribe y sus acompañantes, que nos habíamos decantado por ir en coche, pero el de San Fernando, volvimos a perdernos, como no podía ser de otra manera. En medio de... donde fuera, porque nuestro desconcierto era tal que ni cubriéndonos los ojos con una venda y dando vueltas al más puro estilo “gallinita ciega” hubiésemos estado más desorientados, tuvimos la feliz idea de parar al primer taxi libre que encontramos, rendidos a la evidencia de que el laberinto de calles que conforman el barrio de Chamartín nos había vuelto a derrotar. Para ser exactos, me había vuelto a derrotar, dado que el único reincidente de los tres que buscábamos el itinerario correcto era el menda, para qué negarlo.

Por fin en nuestro destino elegido se produjo el reencuentro con viejos amigos y conocidos con los que no habíamos coincidido en todo el día. Para celebrar la ocasión y de paso rendir tributo a quien había sido nuestro verdugo deportivo nada mejor que tirar de memoria futbolística y evocar al que fuera entrenador madridista en dos etapas distintas de su prolija historia, el galés Toshack, así que decidimos agotar las existencias de JB del pequeño pero coqueto local mientras departíamos amistosamente, con nuestras vidas como epicentro de una conversación que indefectiblemente se vio salpicada con algún comentario alusivo al partido y las posibilidades del Cádiz C.F. en ésta su nueva singladura con los grandes del balompié hispano.

Cuando ninguno de los presentes se vio capacitado para recitar de carrerilla “Pablito clavó un clavito; ¿qué clavito clavó Pablito?”, pasadas ya las 4 de la mañana, optamos por abandonar la “Segunda Base”. Aunque a fuerza de ser sinceros, más de uno, presa del cansancio tras un día tan intenso como agotador, había decidido retomar mucho antes su periódico y nocturno idilio con Morfeo. Como la retirada es de cobardes, que diría Chiquito de la Calzada, y nosotros somos pecadores de la pradera por naturaleza —¿verdad, Chele?—, acordamos tomarnos la penúltima en el Pandau.

Cruzando Madrid por inmensas avenidas que parecen no acabarse nunca llegamos al referido bar, en cuyas puertas se agolpaba una muchedumbre de cadistas que habían preferido, como nosotros, matrimoniarse con Baco antes que con Morfeo. Para nuestro disgusto las puertas del Pandau tenían el cerrojo echado, pues su hora de cierre había sido rebasada con creces y sus dueños temían toparse con algún municipal de sentimiento colchonero de ronda nocturna. Y es que no era cuestión de desafiar a la maldita ley de Murphy.

Como cabía suponer semejante coitus interruptus no resultó de nuestro agrado, por lo que, sin tiempo para la reacción de las neuronas de cada cual que nadaban a gusto en un océano de etanol, se nos ocurrió continuar las celebraciones en un afamado garito del Valle del Kas que me recordó al comienzo del Quijote de Cervantes pero sustituyendo “La Mancha” por “Vallecas”. Durante el trayecto hasta la patria chica de Poli Díaz, por supuesto a través de vías más largas que un día sin pan fui, debidamente instruido en el callejero madrileño por Chele y su primo Jose que serían unos auténticos cracks si ejercieran de guías turísticos o, emulando al Fary, taxistas. ¡Si hasta sabían el número de inmuebles que conforman cada una de las calles por las que pasábamos!

En la discoteca llamada como el acero del legendario rey Arturo —acabo de recordar su nombre... aunque siga sin citarlo— pasamos más de una hora entre rostros conocidos —los de una pareja de un reality show de aspecto, digamos, inconfundible—, sonidos estruendosos de guitarras eléctricas y sorbos de cualquier licor espiritoso de más de 40º, hasta que extenuado por los excesos de una jornada inolvidable y a la par agotadora les expresé mi deseo de retirarme a descansar, sin olvidar —o principalmente por eso— que a las 11 del día siguiente tocaba levantarse para recoger el equipaje, ducharse y dejar libre mi habitación al filo del mediodía —vuelta a solidarizarme con las angustias que seguro vivió Cenicienta en su noche grande—. Puede que en mi decisión pesase un cierto complejo de inferioridad e incluso envidia en lo que seguro sería el paraíso de Llongueras; y es que nunca he visto tal concentración de greñas por metro cuadrado.

Alrededor de las 6:15 de la mañana, veinticuatro horas después de haber llegado —¡cuántas emociones y vivencias acumuladas en tan sólo veinticuatro horas!— llegó mi momento de recogimiento, ése que el cuerpo me estaba pidiendo a voces desde mucho antes. Un sueño reparador de poco menos de cinco horas, que para mi cansado organismo parecieron al menos quince, fue el preludio de un día para las despedidas obligadas en el que agotamos nuestros últimos momentos en Madrid. Almuerzo en compañía de los allegados y rumbo a la estación de autobuses previo paso por el Metro para enfilar la vuelta a Vigo. Ya montado en el bus los acontecimientos y experiencias pasaron por mi mente como si de una película se tratase, a toda velocidad y aglutinados en unos pocos segundos. Definitivamente sí: ése 21 de Enero de 2006 había sido un día inolvidable que recordaremos siempre con una sonrisa en los labios y la sensación de feliz nostalgia. ¿El resultado...? ¿No quedamos en que el resultado nos daba igual? ¡Bernabeu, volveremos pronto!

Pepepino

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CREACIÓN FICHA: 02/05/2006

ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN: 02/05/2006

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